Constantino I |
Introducción
No se puede entender apropiadamente ese movimiento social popular bautizado correctamente como la “Cristiada”, partiendo únicamente de la actitud de un presidente admirador de Mussolini, que con la “Ley Calles”, impuso una situación insoportable para los católicos, a los que no quedó otro remedio que tomar las armas; ya que en el siglo XIX, habían ocurrido hechos similares, que por su lejanía y por deseo expreso de los “gobiernos revolucionarios” han quedado sepultados entre el culto juarista, la intervención francesa y el ascenso de Porfirio Díaz al poder.
En este trabajo rescato del olvido histórico términos, tales como son “los religioneros” y “la pax porfiriana”.
La Cristiada, como se verá posteriormente fue el desenlace dramático de cien años de enfrentamientos, ente dos fuerzas políticas, pero también espirituales, en donde irrumpe el levantamiento espontáneo de un pueblo vigoroso para defender su libertad de creencias.
Los actores seculares:
I.- La Iglesia Católica
Cuando Jesucristo funda su Iglesia, no entrega un manual de operación a sus discípulos, sino que deja a la razón humana y al libre albedrío, auxiliados por el Espíritu Santo, la forma en que se ha de organizar a sí misma, la Iglesia; así como la relación que ha de establecer con el poder temporal. Esto conlleva un lento, arduo y a veces ríspido aprendizaje, en el que a través del acierto-error, la Iglesia va descubriendo como se ha de relacionar con el imperio, con la monarquía y posteriormente con la república. Esta situación no es privativa de la Iglesia Católica, ya que la Iglesia Ortodoxa, al desprenderse de la Católica, también la experimenta fuertemente. No sucede así, por ejemplo con la Iglesia Anglicana, que se separa uncida al rey y así continua hasta la fecha.
La Iglesia Católica nace bajo la persecución del monarca judío y del césar romano, pero al convertirse el emperador Constantino, experimenta lo que es ser una religión de estado. En occidente esta situación tendrá sus altas y bajas, según el emperador en turno sea creyente o no. Al caer el Imperio Romano de Occidente, el poder del estado se fragmenta en múltiples reinos bárbaros. La Iglesia Católica se convierte entonces en preservadora de la cultura greco-romana y a su labor evangelizadora agrega la de civilizadora de los pueblos bárbaros.
El resultado de esta labor de cerca de diez siglos es una civilización cristiana que recupera los ideales y pensamiento de la Grecia clásica y de la Roma, republicana e imperial.
El fortalecimiento de los reyes y de los emperadores llevó a varias experiencias. Así por ejemplo, Carlomagno entrega territorios a la Iglesia por que posteriormente se llamarán estados pontificios, y que la Iglesia en un momento defenderá como parte de su patrimonio. Sin embargo poco a poco se fue definiendo, -cada vez con mayor claridad-, que el poder de la Iglesia no era el temporal, sino el espiritual y el moral. Abandonar el poder temporal lleva sobre todo al Papa a ser presa fácil de la ambición de los monarcas, como sucedió con Napoleón que secuestra a Pío VII.
Sin duda ha sido un camino difícil, de graves errores, de doloroso aprendizaje, pero en el cuál la Iglesia ha ido encontrando su lugar dentro de la realidad temporal de las relaciones con los estados, y aunque el estribillo se lo hayan apropiado los liberales, lo que siempre ha buscado la Iglesia es la separación entre la Iglesia y el Estado, pero dentro de una relación respetuosa y cordial.
En la Nueva España para favorecer a la evangelización se aplicaron las disposiciones de la Real Cédula del Patronato en Indias (Real Patronato Indiano) que colocaba bajo autorización real, la construcción de iglesias, catedrales, conventos, hospitales, la concesión de obispados, arzobispados, dignidades, beneficios y otros cargos eclesiásticos. Los prelados debían dar cuenta al Rey de sus actos. Si bien el Patronato se veía como benéfico para la evangelización de los nuevos territorios en América, Asía y África, con el paso del tiempo dejó de surtir sus beneficios y se convirtió en una pesada carga para la Iglesia. Así se explica que el Papa haya tenido que acceder a la expulsión de los jesuitas de la Nueva España en 1767, bajo el reinado del monarca Carlos III. Obviamente la expulsión implicó la confiscación de sus dominios y propiedades por parte del reino.
El absolutismo de las monarquías europeas se dejó sentir también en la Iglesia novohispana, ya que tuvo que soportar las exigencias de los Borbones, en especial de Carlos III, que impuso elevadas cargas económicas para financiar sus guerras europeas, con el Real Decreto de Consolidación (de vales reales) en Nueva España de 1804, motivo poderoso, pero poco considerado; para el subsecuente movimiento de independencia de 1808 y 1810.
II.- El Estado masónico-liberal y el gobierno de los EE. UU.
La masonería fue formalmente introducida en Nueva España por las tropas expedicionarias peninsulares, que arriban a raíz del movimiento insurgente. Aparece hacia 1813, el primer grupo masón conocido como “partido escocés”, en la Ciudad de México. Si bien en un principio sus iniciados eran todos oficiales peninsulares, a lo largo de los años comenzaron a adherirse los novohispanos, que hacía 1819 ya eran numerosos. Entre los primeros masones de este rito se encuentran Antonio López de Santa Anna y Nicolás Bravo, ambos presidentes de la república en diversos períodos.
Fueron los masones de la Gran Logia Mexicana, organismo principal de la masonería escocesa, reforzada por los diputados mexicanos que habían participado en las Cortes españolas de Cádiz y que para entonces volvieron, entre ellos: Santa María, Mariano Michelena, Ramos Arizpe, Iturrubaría, y Mayorga, quienes coordinados por el agente confidencial de los Estados Unidos en México, Joel R. Poinsett, hicieron fracasar el naciente Imperio Mexicano. Poinsett definía así su misión: “si lograba el cambio de límites propuestos por el gobierno angloamericano se reconocería a Iturbide para que firmase el tratado respectivo; si no lo lograba había que derrocar al Emperador”.
Con la finalidad de llevar a cabo su misión plenamente, Poinsett funda la masonería del Rito de York, para lo cuál cuenta con innumerables recursos y la colaboración de Lorenzo de Zavala, José Ignacio Esteva, José María Alpuche y Vicente Guerrero. Su crecimiento fue exponencial y en poco tiempo contó con 130 Logias repartidas en la República. Esta masonería estaba totalmente supeditada a las logias de Estados Unidos (Charleston y New Oleans) y se impuso finalmente al Rito Escocés, tanto militarmente como en adeptos.
Después del Tratado de Guadalupe-Hidalgo y del Tratado de la Mesilla, por los que México perdía más de la mitad de su territorio, el embajador John Forsyth comunicaba a William L. Marcy, -Secretario del Departamento de Estado de EE. UU.-, el 8 de noviembre de 1856: “…aunque la regeneración del país pide la restricción si no el aniquilamiento del poder moral, político y monetario de la Iglesia, tal reforma necesita emprenderse por grados y con cautela…hasta que el nuevo gobierno esté firmemente establecido en el poder. […] El nuevo partido razona más o menos así: la regeneración de la nación mexicana y la estabilidad de su gobierno, sólo pueden lograrse controlando los elementos que estorban la primera y hostilizan la segunda: esto es la Iglesia y el Ejército. Para controlar a ambos es preciso ser amo absoluto de ellos. En cuánto a la Iglesia, es imposible; en cuánto al Ejército es practicable”.[1]
Jorge Pérez Uribe
[1] Alvear Acevedo, Carlos, Historia de México, Editorial Limusa, S. A. de C. V., México, 2007. Pág.266
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