La Segunda Cristera en Los Altos de Jalisco

"La historia es una lucha entre los seguidores del único Rey de la creación y sus opositores comandados por Satanás y sus legiones. En ella los hombres son actores en favor de uno u otro".

miércoles, 27 de julio de 2016

El martirio cristiano y los deseos de una «guerra santa»


Padre Jacques Hamel asesinado mientras celebrara misa en Ruan

La barbarie asesina que llevó a un chico exaltado a degollar a un sacerdote en el altar invocando a Alá ha perturbado e impresiona: por primera vez un sacerdote fallece dentro de una Iglesia europea. Lo que sucedió y sigue sucediendo en otros países (desde Turquía hasta Irak, pasando por Siria, la República Centroafricana y Filipinas) se da también en nuestras casas. En un pueblito tranquilo de Francia, contra un hombre anciano, bueno e inerme, que durante toda su vida predicó la paz y el amor. Aunque no hay que olvidar que los fundamentalistas islámicos no son los únicos que han monopolizado el asesinato de sacerdotes y obispos: basta recordar el homicidio del obispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero, hoy beato, asesinado en el altar por hombres bautizados de los Escuadrones de la Muerte en 1980.


Los terroristas de Daesh, la última de las horribles criaturas que Occidente también contribuyó a crear, llenando de armas a los rebeldes anti-Assad, quieren llevar su «yihad» a los corazones de nuestras ciudades. Quieren llevar el miedo a nuestra cotidianidad. Quieren sacudir nuestras vidas, como ya han hecho en otros países en los que los atentados han sido cotidianos y en los que decenas de miles de víctimas inocentes ya no son noticia. Daesh, el autoproclamado estado islámico, tiene un objetivo claro: unir a su alrededor a los musulmanes sunitas. Para hacerlo debe llevar su «guerra santa» y su «enfrentamiento de civilizaciones» a nuestra casa. Debe hacernos «sentir en guerra» como occidentales, como cristianos, como descendientes de los «cruzados». Debe hacernos olvidar que la gran mayoría de las víctimas del terrorismo fundamentalista islámico es musulmana.

Frente a todo esto, no podemos simplemente ver hacia otra parte. Pero sería seguirles el juego a los terroristas pensar que hay que responder a su «yihad» con una «guerra santa» de signo opuesto. E invocar actitudes que asuman la lógica de la «guerra santa», como hacen ciertos sectores del mundo católico europeo, no significa solo darle la victoria al Califato, hacer exactamente lo que los asesinos fundamentalistas pretenden y buscan. Significa también, principalmente, olvidar todo lo verdadero que hay en la experiencia de la fe cristiana. La que se vive auténticamente y la que no se convierte ni en ideología identitaria ni en movimiento político-cultural. Hay, efectivamente, una manera para hablar sobre lo que ha pasado en Francia, un modo para hablar de las persecuciones de los cristianos, que no tiene nada de cristiano, aunque quien lo haga se sienta parte militante del catolicismo occidental.

Las únicas palabras auténticamente cristianas son las que en estas horas recuerdan que la realidad del martirio pertenece desde el principio a la vida de la Iglesia. Una experiencia que siempre ha estado presente. «Si me han perseguido a mí, los perseguirán también a ustedes», dijo Jesús. Los mártires cristianos, como recordó Papa Francisco antes de su viaje a Armenia del mes pasado, son personas normales, hombres, mujeres, niños. Desde siempre el sacrificio de inocentes, la sangre derramada ha sido semilla para nuevos cristianos, como afirmaba Tertuliano, y ha dado frutos de reconciliación, de perdón, de amor.

La mirada de fe demuestra cuál es la única y verdadera respuesta a los últimos hechos de sangre, que nos sacuden en nuestras burbujas de indiferencia. Como hace algo tiempo testimonió aquella anciana copta cristiana, que no sabía leer ni escribir y que no se movió de su pobre casa de barro a orillas del Nilo. Se negó a maldecir a los que degollaron a su hijo en la costa de Libia. No los maldijo, sino que rezó por su salvación. Y en esta aparentemente «débil» respuesta no se refleja solo una de las cimas de la civilización humana. Se aprecia sobre todo el signo de la «debilidad omnipotente» del Dios cristiano, que se abajó y aniquiló para compartir los sufrimientos de los seres humanos.


Andrea Tornielli 27 de julio de 2016



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