Guillermo Gazanini Espinoza / 1 de agosto de 2016
El 2 de julio de 1926 fue promulgado en el Diario Oficial de la Federación el decreto del Ejecutivo reformando el Código Penal para el Distrito Federal y Territorios Federales sobre delitos del fuero común y delitos contra la Federación en materia de culto religioso y disciplina externa, decreto que obedeció a los diversos desencuentros entre el Episcopado mexicano y la presidencia de la República en relación a la aplicación de preceptos constitucionales en materia de educación religiosa, limitaciones a la libertad de cultos, propiedades de la Iglesia, regulación en el número de sacerdotes y la vigilancia de templos.
Las tensiones entre la Iglesia y el Estado venían dándose desde 1918 a raíz de la entrada en vigor de preceptos constitucionales en materia religiosa. Si bien hubo una serie de acercamientos y las discusiones ahondaron en el derecho de la Iglesia en impartir educación religiosa, cuestiones como la inhabilitación de sacerdotes extranjeros y su eventual expulsión, la expropiación de bienes y el destierro de prelados, vendrían a descomponer el clima hasta las impugnaciones francas del Episcopado mexicano que azuzaron movimientos obreros radicales y socialistas atacando a clérigos y movimientos laicos organizados. Los atentados con artefactos explosivos conmocionaron a los fieles como aquél de febrero de 1921 cuando una bomba se detonó en la casa de Mons. José Mora y del Río, Arzobispo de México, antes situada en la calle de Brasil, o el del 14 de noviembre de ese año contra la imagen de la Virgen de Guadalupe.
En 1926, el desconocimiento de la Constitución por los obispos, especialmente por las declaraciones del Arzobispo de México, incitó al Presidente de la República a una respuesta el 3 junio de ese año sobre la aplicación irrestricta de la ley. El diario El Universal consignó la declaratoria de Calles que en su parte principal advierte a los prelados: “Ningún camino resulta más equivocado que el que ustedes están siguiendo, pues quiero que entienda usted, (refiriéndose a José Mora y del Río) de una vez por todas, que ni la agitación que pretenden provocar en el interior, ni la que están provocando antipatrióticamente en el exterior, ni ningún otro paso que den ustedes en ese sentido, será capaz de variar el firme propósito del gobierno federal para hacer que se cumpla estrictamente con lo que manda la Suprema Ley de la República. No hay otro camino para que ustedes se eviten dificultades y, asimismo, las eviten al gobierno que someterse a los mandatos de la ley…”
Pío XI sabía de las condiciones de la Iglesia mexicana. En abril de 1926, también reportado por El Universal, L´Osservatore Romano manifestó el deseo urgente del Santo Padre en orar y apoyar la causa de la Iglesia a fin de “obtener –por Santa María de Guadalupe- su intervención con el fin de que mejoren las condiciones de los católicos en México”. La respuesta fue una reglamentación excesiva reformando el Código Penal Federal.
El 31 de julio de 1926, fecha de entrada en vigor de la Ley Calles, los obispos, a través de una Carta Pastoral, llamaron a la suspensión del culto católico en todas las Iglesias de la República. Después de consultar al Papa Pío XI, los prelados ordenaron, ante la imposibilidad de ejercer el ministerio, la suspensión “en todos los templos de la República (del) culto público que exija la intervención de un sacerdote”, dejando a los fieles la custodia y resguardo de los templos. La medida obedecía a evitar las sanciones impuestas por las leyes secundarias contra los clérigos y hacer efectivas las disposiciones de la Constitución y las que entrarían en vigor por la Ley Calles
El 1 de agosto, los oficiales y encargados gubernamentales iniciarían la clausura de los templos, cosa contraria al propósito de los obispos, e inventariaron el patrimonio pasando al dominio de la nación. Si bien el 31 de julio fue el hito que inició las acciones organizadas de los católicos contra el gobierno para poner fin a las agresiones contra la Iglesia, es necesario recordar que las leyes anticlericales se consumaron por la redacción de los artículos 3o, 5o, 24, 27 y 130 de la Constitución y la expedición de las leyes secundarias que daban eficacia a las normas.
Los obispos de México, ante este recrudecimiento de la persecución, habían advertido por diversas Pastorales de los graves peligros que corría México y de la eventual extinción del culto y de la desaparición de la Iglesia como fue en el anticlerical Estado de Tabasco que restringió el número de clérigos. La XXVI Legislatura estatal, por decreto número 28, del 23 de diciembre de 1919, dispuso que sólo seis sacerdotes podrían realizar los actos de culto para una población de 187 mil habitantes, es decir, un sacerdote por cada 30 mil.
En el Distrito Federal, la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) había propuesto una iniciativa debido a que el clero católico unido a “terratenientes y capitalistas” era un peligro para la paz pública, por lo que solicitaron al Ejecutivo una ley reglamentaria para “ordenar que sólo haya seis templos en el Distrito Federal”.
La decisión de la suspensión de cultos del 31 de julio era consecuencia de la expedición de reglamentaciones absurdas y violatorias de los derechos de los católicos. La Ley Calles afirmó el carácter anticlerical al ordenar la sanción de quienes impartieran educación religiosa; los votos religiosos y las comunidades de religiosos, prohibidas por el artículo 5o de la Constitución, eran contrarios a la libertad de la persona por lo que, quienes se reunieran en comunidades, congregaciones u órdenes, deberían ser castigados con una pena de hasta dos años de prisión y, desde luego, la extinción de las agrupaciones.
Las sanciones pecuniarias y de privación de la libertad eran amenazas contra los laicos y clérigos reunidos con fines políticos y la ley, categórica y definitivamente, decía que los ministros de los cultos nunca, en reunión pública o privada, hacer crítica de las leyes fundamentales del país, de las autoridades o “en general del gobierno”. Además de la prohibición de organizaciones políticas ligadas con confesiones religiosas, el decreto de Calles estableció la estricta vigilancia gubernamental para supervisar los templos y las prohibiciones relativas a las reuniones políticas además de impedir la capacidad jurídica a las “asociaciones religiosas llamadas iglesias” para adquirir, de cualquier forma, bienes raíces o capitales entrando, al dominio directo de la nación, todos los tesoros patrimoniales estableciendo la curiosa “denuncia popular” que no es otra cosa que el señalamiento incriminatorio para denunciar a las iglesias propietarias de bienes.
La reforma ordenó la suspensión de los derechos políticos de los ministros de culto; la apertura de templos requería del permiso de la Secretaría de Gobernación nombrándose, para su administración, encargados oficiales para hacer cumplir las leyes. La tradición política católica también se extinguió al prohibir los particos católicos y los sacerdotes sólo tendrían derechos mínimos que los colocaron en un rango inferior de ciudadanía bajo el pretexto de que habían jurado fidelidad a un soberano extranjero, el Romano Pontífice.
Justo el día de la suspensión de cultos, según las crónicas periodísticas de la época, cientos de fieles católicos asistieron copiosamente para tener los sacramentos ante la inminente privación. Dice la crónica del periódico El Universal, “las confirmaciones en Catedral se calculan en ocho mil y los bautizos en los diversos templos pasaron de tres mil”.
El 1 de agosto de 1926, las comisiones del Ayuntamiento de la Ciudad de México recibieron los templos destinados al culto. No obstante los acercamientos, el 21 de agosto, Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia y Mons. Pascual Díaz Barreto, obispo de Tabasco, se sentaron a la mesa con Calles en el Castillo de Chapultepec para encontrar las mejores soluciones. La sentencia del Presidente es conocida: “No les queda más remedio que las Cámaras o las armas”.
El Episcopado acudió a las Cámaras con el rechazo consiguiente. Hasta el 18 de noviembre de 1926, Pío XI dedicó una severa y suplicatoria Encíclica por la cuestión religiosa y la persecución de la Iglesia mexicana. “Iniquis Afflictisque” sentenció de esta forma: “No queda más, Venerables Hermanos, sino que imploremos y roguemos a Nuestra Señora de Guadalupe, celeste patrona de la nación mexicana, que quiera, que borradas las injurias que a ella misma se le han inferido, restituya a su pueblo los dones de la paz y de la concordia. Pero si por el secreto designio de Dios, aquel día tan deseado todavía estuviera lejos, llene los ánimos de los fieles mexicanos de todos los consuelos y los fortalezca para luchar por la libertad de la Religión que profesan”. Palabras proféticas del Papa Ratti. La lucha no fue corta. Algunos tuvieron el martirio por la resistencia pacífica, otros tomaron las armas para salvaguardar la existencia de la bendita religión.
Fuente:http://blogs.periodistadigital.com/sursumcorda.php/2016/08/01/90-anos-de-la-suspension-de-cultos-en-me
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